Cádiz fue durante mucho tiempo puerto de embarque de navíos que partían hacia nuestra América. Quisiera pensar que hace cuatrocientos años alguno de mis tatarabuelos se detuvo por unos cuantos minutos a orar en este mismo piso y, arrodillado sobre la baldosa fria de la catedral imploró a su dios que le brindara suerte y buena fortuna, antes de embarcarse en su planeada aventura de emigrar por mar hacia el nuevo mundo.
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