No hay soledad comparable con el vacío profundo que se siente desde el pesado letargo que fuerza los
ojos a la oscuridad pocos segundos después que la anestesia inunda los
arroyos de mi sistema vascular.
Frente a la
aguja de la anestesióloga mi única posición, lo último que me separaba de la
realidad y cinco horas continuas de inconsciencia, era la indiferencia total.
A esta altura
del juego, pensé con una clara convicción, cualquier cosa puede pasar: algún
inconveniente inesperado en el sistema respiratorio, en el corazón cientos de
veces castigado, en el cerebro tantas veces abusado en la bohemia y la noche;
algo insospechado que pudiera llevar a un desenlace fatal que nada ni nadie
podría evitar si llegase a suceder.
La aguja
brinda resignación y la aceptación de que no habrá dios posible que pueda
torcer el curso de lo que habrá de suceder en las próximas horas de cirugía.
En unos
cuantos segundos el cielorraso de la sala habrá de derrumbarse, un silencio
pesadísimo e inevitable, sobre mi cuerpo de antemano vencido por el poder de la
droga.
Espero
despertar después. Lo que en efecto sucede luego de cinco horas y lo hago
asombrado, más loco que una cabra, mezcla de júbilo y el poder alucinatorio del
despertar repentino de un largo viaje. A más de
saberme de nuevo en este planeta habitado por mis hijos, mi mujer, mis amigos y
mis libros.
La primera
reacción al abrir los ojos es aferrarme a la mano de una enfermera que cuida mi
reingreso a la realidad en la sala de recuperación pos-operatoria, quien no
hace más que sonreír cuando empiezo a casi gritarle: “eres un ángel, eres un ángel”, de lo puro contento que me puse al saberme de regreso en este perro
mundo; con media docena de agujeros en la panza pero vivo y feliz de estarlo.
He llegado hasta
esta sala de cirugía porque el verano pasado me fue diagnosticado cáncer de la próstata. Un simple examen de sangre, urgido por el departamento de salud a
quienes hemos cruzado la barrera de los sesenta años, prendió las alarmas de
que algo estaba desequilibrando el balance de mis células en algún rincón de mi
anatomía.
Al salir del
hospital una bella tarde de principios de agosto no pude menos que ser el
pesimista de siempre y decirme a mí mismo que estaba siendo testigo de uno de
los últimos atardeceres de mi vida.
La palabra Cáncer, pronunciada por el médico y desprovista de emoción, como quien lee un editorial de prensa, me cayó como un ladrillo a pesar de que siempre supuse que por ser nieto de mi abuela paterna, quien murió de aquello mismo, me haría reaccionar con un cierto distanciamiento estoico. Pero no fue así.
La palabra Cáncer, pronunciada por el médico y desprovista de emoción, como quien lee un editorial de prensa, me cayó como un ladrillo a pesar de que siempre supuse que por ser nieto de mi abuela paterna, quien murió de aquello mismo, me haría reaccionar con un cierto distanciamiento estoico. Pero no fue así.
El sol de
aquella tarde era demasiado intenso, bello a rabiar, y con mis dos niños
tomados de la mano caminé hacia el auto tratando de digerir instantánea aquella
verdad recibida tan solo minutos antes.
Así que me
dediqué a prepararme para el día que debía someterme al cirujano. Mucho
ejercicio, buena dieta, cero Rioja.
Incluso
llegué a pensar escribir un poema de tintes juveniles, algo que me hizo pensar
en la escuela secundaria, al intentar jugar con la idea de llamar mi escrito
Próstata Prostituta, o cosa por el estilo.
Me avergoncé
de mí mismo al instante y caí en cuenta que la próstata, la mía, había sido una
fiel glándula y compañera que regularizó y pudo controlar mis orines infantiles,
mis erecciones juveniles y mis eyaculaciones de hombre hecho y derecho. Ni más
ni menos; de prosti ni un pelo.
De regreso en
casa comenzó el largo proceso de recuperación con las incomodidades del caso, las cuales
carecen de importancia este momento.
Tras varios
días de leer, dormitar y mirar televisión interminablemente, decidí -porque lo
mío es la fotografía- hacerme un autorretrato.
Monté la parafernalia
mecánica como pude, me vestí como un querubín proletario y me despojé de toda
traza de modestia, para hacer mis tomas desde donde se me ve enarbolando las
banderas de mi nueva etapa por el mundo.
Escogí dos
imágenes que hablan desde el silencio y la distancia de lo que estaba pasando
por mi mente aquel momento y lo junté con estas palabras.
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