El aire de verano se me antoja una confabulación de sombras cubriendo las tumbas, urdiendo quizás una esquiva caricia con las ramas que bajan y se enredan por entre piedras, hojas secas y flores marchitas, alterando apenas el quieto rumor del camposanto en Montparnasse.
La tarde empieza a dibujarse fuerte en el contraluz del mediodía sobre el espíritu acumulado de cientos de años y miles de seres que son ahora parte de la tierra.
El viento mece las hojas con un susurro entre los árboles, se manifiesta al recorrer la calle principal del cementerio que está diseñado como una urbanización con avenidas, paseos y glorietas, donde el visitante parece advertir de repente el aleteo etéreo de incontables memorias en reposo.
Hay algo elemental en el mórbido placer de recorrer indiferente las tumbas adornadas o humildes; último recinto de magnates, de industrialistas e inventores; de bohemios, rapsodas y beodos; de poetas, amantes y prelados; e incontables "Don-Nadie" que duermen por doquier el largo sueño de los justos.
Todos yacen bajo piedra, cemento, cal, ladrillo y mármol blanco; o negro catafalco de bordadas orlas y refulgente oficio.
Como fotógrafo he venido de visita, a producir un registro de las tumbas donde yacen unos cuantos de mis héroes personales. En principio la curiosidad me desvió ligeramente de rumbo y pude luego corregir mi propósito y encontrar lo que estaba buscando con más esmero que buena fortuna.
Así llegué a plantarme frente a la tumba de Julio Cortázar (el querido Julio, hermano mayor de mis congéneres, profeta y brújula de una ya lejana adolescencia) y respirar profundo. El brillo intenso del sol sobre la blanquísima lápida me enceguecía repentino, las letras de su nombre casi borradas tras veintinueve años de lluvias y vientos parisinos. Un ramo de rosas deshechas por el abusivo desdén de la intemperie pedían a gritos una mano piadosa.
Luego iría a buscar la sepultura de Susan Sontag. A los pies de su tumba letras doradas proclaman su nombre. Allí pude evocar su memoria y dejar a manera de remembranza unas cuantas piedrecillas sobre el catafalco, como acostumbran los judíos, para con ello indicar que la memoria continúa viva.
La escritora, crítica eminente, está enterrada allí bajo una imponente lápida semejante al ónix, cuya pulida superficie negra era tan intensa que le disputaba el brillo a la tarde reflejada en ese oscuro espejo.
Posteriormente me hallé
frente a una tumba que anuncia escueta en letras sencillas el
nombre de los
amantes eternos: Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir; juntos al fin de
cuentas, después de tanta vida y tanta historia.
La blanca sepultura me
pareció tan humilde como un cumpleaños de familia pobre, adornada en desorden
con papelitos de colores y mensajes escritos fugazmente en la contracara
violeta de los tiquetes de metro y dejados allí a manera de responsos por
muchos visitantes.
Finalmente la coincidencia
me llevó hasta la tumba del príncipe de la generación de los poetas malditos,
Charles Baudelaire.
Este hallazgo,
paradójicamente, me resultó más emotivo, quizás por la cercanía que me une a un
hombre que dejó de existir hace ya 145 años, aún iluminado en la memoria por el
retrato de Nadar. El poeta de Las Flores del Mal reposa en la misma sepultura
de su madre y su padrastro, al decir de la escritura en la piedra carcomida por
el tiempo.
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