Friday, 3 September 2010
El paso inexorable, etcétera
Decir que el tiempo pasa inexorable es una bobería tan grande como decir que la noche sigue al día o que el agua corre bajo el puente. Es, sin embargo, edificante y aterrador ver de manera palpable cómo tantas noches y tantos días han cambiado la expresión, el rostro, la tersura de la piel, el color del pelo, la expresión del muchacho de 25 años, porque sí, era apenas un muchacho la primera vez que se enfrentó a la cámara. Corrían los años fugaces de principios de los setentas y aún vendrían muchas aventuras y demasiadas locuras por cometer, mucha tela de donde cortar, muchas experiencias qué vivir antes que el rostro se convirtiera en el rostro del abuelo que había ya muerto en 1966.
Es iluminante, por decir lo menos, enfrentarse a esos fantasmas de antaño, ahora que el otoño de este año entra en vigor como lo ha venido haciendo desde el arribo a los cincuenta, esa marca que parece dividir lo nuestro, ahora, con lo aquello que alguna vez debió pertenecernos.
Han pasado once años desde que llegué al quinto piso, como dicen de manera cordial y medio pendeja, los hombres cincuentones en mi pueblo; como si se tratara de endilgar al hecho perecedero un aire de conversación amena y no lo que verdaderamente representa.
De todas formas, heme aquí, vestido tal como era y como soy y como no lo seré por mucho tiempo.
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