La fotografía tiene mucho en común con los juegos de ilusión, los hallados en salas pobladas de espejos distorsionando nuestras formas en los parques de diversión -eventos memorables de la infancia- así como el espejismo verdadero: ficticio resplandor refulgiendo inalcanzable en la distancia.
Nos agradan los malabares visuales, aquello que muestra a partir de una imagen su símil genérico en principio; la forma gemela de algo que ya existe pero difiere del producto original y determina la esencia de otras fuentes.
De cuando en cuando nos detenemos a observar un reflejo en la superficie del agua -digamos un conjunto algodones que flotan indolentes conformando un grupo de nubes perezosas; el rastro vaporoso de nuestra respiración en el vidrio en la ventana; o nos llama la atención un perfil entrevisto de soslayo al caminar entre corredores que exhiben mercancías en las vitrinas del centro.
Nos sorprende una vez más la magia inesperada de la luz cargando con sus sombras, llevándolas a cuestas como un Sísifo a su roca encadenado.
Nos asombran de nuevo los trazos de alguna imagen intuida en laberintos de sueño y consagrada por los doctos a la historia del arte visual, glorificada mucho antes que a nosotros se nos iluminara la vista y el olfato con tal o cual brillante idea.
La fotografía tiene sus valores inscritos en el infinitésimo instante en que los objetos reflejan la luz y dejan de existir, en la realidad, a partir de ese momento para quedar registrados a perpetuidad por acción de la cámara.
Nos encandilan las sombras chinescas danzando en las paredes de la caverna como ya está enunciado desde los griegos. Nos entregamos al deseo primario de apropiarnos de aquello que nos atrae, de “saquear y preservar”, como nos lo indica Susan Sontag en su ensayo magistral “Sobre la Fotografía”.
La memorable fotografía acuática de Edward Weston, un desnudo femenino boca arriba, anclado en la eternidad, inamovible al borde de una pileta bajo el sol californiano, vive en todas las imágenes que nos muestran una mujer flotando, imitando, a propósito o sin él, la muerte.
Es muy cierto, de igual modo, que la imagen ya existía antes que fuera atrapada por el ojo ciclópeo del fotógrafo americano, en la languidez de la hermosa Ofelia, yaciendo inerte en la suave corriente del arroyo pictórico prerrafaelista de John Everett Millais.
De igual forma la imagen que alguna vez encontré mientras miraba en el espejo de la cámara, en una casa del trópico, tiene, por cierto, mucho que ver con ambas.
Por este motivo la defino como un homenaje a Weston, tal y como imagino que Weston lo hizo en su momento con la Ofelia de Millais.
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