Sunday, 2 January 2011
Los Guantes Hallados
Con la llegada del invierno me decidí a recoger cuanto guante perdido encontrara a mi paso. Guantes ajenos y sin dueño, hallados en mis caminatas por el pueblo, camino a la parada del autobús o al regreso del supermercado.
Nunca se me ha ocurrido pensar lo que sentirán sus dueños al notar su ausencia. En ocasiones, cuando he sido yo quien ha perdido uno o dos de ellos, me he exasperado al pensar que alguien más habrá de encontrarlos tirados por cualquier esquina o que habrán de ser pisoteados sin miramientos.
Lamento para mis adentros la falta que hacen mis guantes cuando los busco inútilmente. Estos son, especialmente en tiempo de heladas, pequeñas maravillas de lana o cuero dócil, hechos para brindar a nuestras manos un poco de comodidad.
No importa cuántos años han pasado desde que vivo en tierras frías, las ventiscas y nieves de mitad de invierno siguen siendo anomalías nunca aceptadas del todo.
No he decidido recoger guantes caídos en desgracia por resabio, ni por economía; mucho menos por manías de hombre viejo. Simplemente me han llamado la atención durante muchos años esos pequeños apéndices de invierno que un buen día resbalan del bolsillo del abrigo o del bolso de señora mientras ésta busca monedas con que pagar el diario. Otras veces se deslizan del cojín al salir del auto o son tirados al desgaire por un bebé desde el coche en que lo llevan de paseo a la oficina de correo.
Los guantes parecen hechos a la medida de nuestra indiferencia. Su ausencia se hace notable en el momento exacto cuando realmente los necesitamos. Es necesario enfrentar una mañana helada al salir de casa, cuando el pulso de la temperatura se mide en números que residen por debajo del cero, para lanzarnos en una frenética búsqueda de aquellos adminículos con una pasión rayana en lo enfermizo. Las manos odian el frío tanto como las orejas o la punta de la nariz.
Para aquellos que vivimos en estas latitudes, donde el clima prima por encima de otros factores humanos o sociales, la llegada del invierno incluye el ritual de desempolvar desvanes y abrir gavetas en cuyo fondo reposan desde la primavera pasada nuestros aperos de invierno.
Los guantes que no hemos perdido, los que han escapado a su casi inevitable destino, viven para resistir otro invierno. Muchos de ellos habrán de terminar en el andén en medio de la nieve, hechos trapo deleznable por la lluvia caída durante la noche, pisoteados por apresurados transeúntes o usados por colegiales como pobrísimo reemplazo de pelota de fútbol.
Los guantes que acompañan este escrito se han ido acumulando sin son ni ton, de forma descuidada en el marco de la ventana del estudio donde paso mis horas rodeado de libros. Han servido durante varios meses para anclar la cortina en una esquina cualquiera del marco; han sido apoyo de fotografías y pequeñas cajas de negativos y nimiedades inservibles entre los anaqueles.
Todo este proceso ha evolucionado sin motivo aparente hasta hoy, cuando finalmente les encuentro la razón de ser; para fotografiarlos y enseñarlos al lector y con ello celebrar, rendir un mínimo homenaje a su ingrata y nunca bien ponderada función.
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