Cada vez que me detengo frente a una vitrina a contemplar los rostros impávidos de sus inquilinos, sean éstos permanentes o transitorios, no puedo menos que evocar a quien ha instaurado para siempre en nuestras mentes estas imágenes de una inmensa soledad, que se me antoja muy afín a nuestra vida contemporánea: Eugene Atget, maestro de maestros.
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