Es una buena oportunidad para fisgonear, con la licencia que otorga el importe de unas pocas monedas y, en mi caso una cierta lascivia de voyeurista, (¿qué fotógrafo no lo es?) segmentos de la vida cotidiana y la intimidad de gente, que a juzgar por la edad de las fotografías y sus rostros han dejado de existir hace ya mucho tiempo.
Admirar el pasado anónimo con el beneficio del tiempo y la distancia, se me antoja una diversión simple que conduce a lugares donde habitan memorias ya extintas y crea más interrogantes que las respuestas que provee.
Es así que hallar en una venta callejera un par de pequeños álbumes de cubiertas hechas casi añicos por el manoseo y el lento caminar del tiempo no deja de ser un magnífico descubrimiento. Máxime si lo que traen sus páginas son unas instantáneas de un viaje realizado algún verano de entre guerras a una playa europea que habrá de permanecer anónima.
No es para menos, considerando que las imágenes allí preservadas, sutiles, hermosas, sostenidas por frágiles tirillas de cartón, sin la ampulosa prepotencia de aquellas que se declaran arte tan pronto ven la luz, nos muestran un viaje en familia.
Mientras más las miro más quisiera saber de ellas: misión de antemano imposible. Veo lo que hay, lo que la vista del fotógrafo me ofrece desde el más allá. Trato de entender lo que su visión, abierta una vez más al escrutinio, me permite intuir. Y lo que la imaginación me permite elucubrar con respecto de la acritud de la plata y sus derivados visuales.
No puedo ir más allá del borde que contiene su esencia. Tan solo veo lo que sus límites me permiten admirar. El resto lo tiene que suplir el deseo de ver y percibir lo que mi mente desearía recrear.
Las vistas, aquellas que me ofrecen la posibilidad de entretenerme especulando, son simples imágenes hechas importantes por el paso de los años. Por ser testimonio de algo que hace muchos años fuera un pedazo real de tiempo y ya nunca más.
Es muy posible que los balnearios allí vistos sean hoy día monumentos al horror de la insoportable estulticia del Holiday Inn. O que las playas desde donde la abuela sonríe apoltronada en su silla playera y sus bombachas de hace un siglo, hayan a esta fecha sido reclamadas por la furia del mar.
No quisiera pensar que en el futuro mis descendientes habrán de someter mi trabajo fotográfico al mismo tratamiento infame. Pensar que algún día lejano mi trabajo, al que he dedicado 45 años de mi vida, mis fotografías cocinadas en el fuego constante del misterio, habrán de ser compradas a precios irrisorios en algún mercadillo de malas pulgas, vaya uno a saber en qué plazoleta de pueblo en las provincias del Sudeste de esta isla.
Afortunadamente por ahora esta proposición aún está por verse.
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