Durante la primavera y el verano de este año se exhibieron dos grandes muestras del fotógrafo norteamericano Robert Mapplethorpe en París.
Una en el Grand Palais, templo indiscutible de arte donde
exhiben el trabajo de aquellos quienes han arribado a la cúspide de su obra; la
otra en la Casa Museo Rodin, el estudio residencia del genio escultórico
francés.
Estos hechos representan un salto enorme para el neoyorquino,
quien ha entrado a formar parte del panteón internacional de artistas
reconocidos a nivel mundial.
Durante varios años, a partir de su inmersión en el demi-monde
de los clubes clandestinos en callejuelas del puerto de Brooklyn para documentar prácticas sexuales poco comunes fuera de esa
esfera, el fotógrafo comenzó a desarrollar una etiqueta que, si bien es cierto
le granjeó un prestigio casi inmediato, también le mantuvo alejado de los
grandes museos. Al menos hasta ahora cuando le han abierto las puertas de estos dos reconocidos
centros artísticos de Francia.
En Estados Unidos fueron notorias las polémicas por los ataques
virulentos de la derecha conservadora en el Congreso ante sus exhibiciones que,
a finales de los años ochentas, a tiempo que moría, se mostraron en Washington
y en Cincinnatti. En esta última ciudad el comisario de la muestra fue llevado ante los
tribunales por contribuir, según los razonamientos de aquella época, al deterioro moral de la conciencia pública al
mostrar tales fotografías.
El meollo del asunto, al menos desde el punto de vista político,
tenía que ver con el uso de dineros provenientes del fisco para sustentar exhibiciones
de un arte considerado “anormal”.
Por otro lado estaban los rigurosos discursos de corte religioso
esgrimidos por el partido republicano argumentando la necesidad de que las imágenes de Mapplethorpe fueran censuradas.
Mapplethorpe se esforzó desde siempre en hacerse artista; trajinando la escultura casera, la manufactura de
abalorios y el diseño de atavíos, hasta que finalmente le sonó la flauta por
los caminos de la fotografía.
Su salto definitivo a la fama provino de la mano de un mecenas
amante y millonario, Sam Wagstaff, quien puso a su disposición amplios fondos
que habrían de liberarle de pretéritas angustias monetarias, además de darle
entrada al enrarecido mundo social de la élite neoyorquina, una de sus permanentes ambiciones.
A partir de ahí sus retratos de artistas, galeristas, actores y
millonarios se hicieron famosos a la par con su propio nombre.
Su transformación de joven desconocido a respetable practicante
de arte corrió paralela a la de su joven amiga Patti Smith, poeta y cantante de
rock, quien con los años ha llegado a formarse una respectable reputación como
fotógrafa.
Uno de los mejores retratos ímtimos de esta pareja de jóvenes
luchando por descollar en el arte a partir de los años sesentas puede leerse en
la magnífica crónica de su amistad, escrita por Patti Smith bajo el título Just
Kids, publicado en 2010, al que fue adjudicado el título ganador por la
Sociedad Americana del Libro.
Desde su muerte, acaecida en 1989, su trabajo homoerótico como
le llaman a sus retratos y desnudos de hombres, en su gran mayoría
afro-americanos, ha sido mostrado en incontables exhibiciones.
Este aspecto singular de su obra ha sido atacado con frecuencia
por críticos y analistas de arte quienes le han acusado de usar a hombres de
esta minoría racial como objetos de explotación.
De hecho los retratos son en su gran mayoría recuentos
fotográficos de hombres de raza negra, de físicos esculturales en los que el
espectador puede admirar sin sonrojo las joyas de la corona en todo su
esplendor.
Igualmente hay retratos de algunos desnudos de mujeres, en
particular de la físico-culturista Lisa Lyons y flores de una contundente
belleza.
El artista dijo alguna vez que lo que hacía era llevar ante el
ojo público la belleza de esos hombres y la mística homosexual para sustraerla
a su posición clandestina y pecaminosa dentro de nuestras sociedades.
Parece que el tiempo y la crítica, finalmente, le han dado la
razón.
De igual manera la otra parte de su trabajo artístico, retratos
de celebridades e imágenes con motivos cuasi-religiosos, han ocupado las
paredes de cuanta galería se respete en ambas orillas del Atlántico.
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