Maestro de lo evocativo, creador de imágenes
de ensueño y aires de épocas pasadas ya archivadas en la memoria colectiva.
Hace unos años tuve ocasión de agenciarme un pequeño
libro de su producción, simplemente apellidado París, un ejemplo de obra
maestra en miniatura.
Un poco de historia es necesaria. En 1947 el
fotógrafo suizo decide emigrar a los Estados Unidos. Rápidamente estableció
contactos y logró contratos de trabajo. En los años inmediatos a la posguerra
había intentado establecerse como fotógrafo en París.
Entre 1949 y 1952 viajó con frecuencia entre Nueva
York y Europa, luego de un largo viaje a Sudamérica en 1948.
En este período europeo Frank se dedicó a
fotografiar casi exclusivamente en París.
Como todo en nuestras experiencias personales, la experiencia
de Frank en Estados Unidos le hace ver, y capturar con una discreta reverencia,
las imágenes que encuentra frente a sí y que anteponen el viejo mundo europeo
en contraste con lo que visualmente ofrece el nuevo mundo al otro lado del
Atlántico.
Es de esta forma que podemos disfrutar su ojo
clínico de esteta callejero. Su mayor virtud consiste en encontrar lo bello de
la existencia en los apuntes cotidianos que transitan entre lo cómico y lo
trágico.
Hay, entre los códigos expuestos a la luz de sus
fotografías, señales de vida de seres que habitan la superficie de sus calles y
el esplendor de aquella hermosa ciudad a punto de resurgir de entre las sombras
de un pasado inmediato de ingrata recordación.
La actividad temprana de Frank, anterior a su gran guiñol
The Americans, obra que inscribirá su nombre en la historia de la fotografía
del siglo xx, se establece a partir del examen de lo que podemos categorizar
como lo visual-deleznable. Anterior a la aparición de Frank, en el marco de la
fotografía de principios de la segunda mitad de siglo, lo nimio, lo sutil inaprensible, eran
elementos que no aparecían en los recuentos de la documentación fotográfica,
pese a los buenos esfuerzos de Eugene Atget y posteriormente Jacques-Henri
Lartigue.
La realidad, aceptada y reiterada tan solo en la
pupila del paseante, y no propiamente en
composiciones de trabajo fotográfico, algo tan en boga en los tiempos que
vivimos, debía permanecer subyacente a temas más elaborados y en apariencia más
complejos, cuando no como simple bastón de utilería en el siempre mutante gran
teatro de posguerra.
Lo que la vista conoce a partir de la memoria
colectiva, su evocación subconsciente, se hace arte gracias a la fuerza
expresiva de su empeño.
Frank recorre una ciudad que apenas empieza a
resurgir de los rescoldos del gran fuego de la Segunda Guerra y nos lleva de la
mano como quien lidera a otro en los laberintos del sueño.
Lo que vemos en sus imágenes de esa París gris,
desolada y fría, trae también consigo la esperanza siempre presente de una
primavera aún por verse.
La flor que un hombre de traje oscuro porta a su
espalda, como quien asiste trepidante a una cita romántica, es un buen ejemplo.
Frank abjuró de su trabajo documental después de su magnum opus, su libro que lo define y lo
marca para el tiempo, The Americans.
A partir de allí se dedica al corto metraje posmoderno y se aísla por varios años en la costa de Nueva Escocia acosado por
tragedias familiares relacionadas con la muerte de su hija y su hijo.
En Nueva Escocia se adentra en el uso conceptual del
texto combinado con la imagen para nutrir una serie de exploraciones de corte
contemporáneo.
Sin embargo, su cimiente se puede hallar en aquellas
imágenes grises y desoladas de la París de finales de los cuarentas, cuando la
gloria artística apenas parecía un lejano destello en la distancia.
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