Wednesday 29 April 2009

El asombro del pasado

En correo enviado desde Madrid, el crítico de arte Carlos Jiménez Moreno se expresa de la siguiente manera acerca del acto fotográfico en general y del adminículo mecánico en particular: “…nunca olvides que la muerte no está delante de la cámara: está en la cámara”.
La mención es en respuesta a un correo previo en que este autor insinuaba el paso de los años como la aproximación diaria, impostergable, hacia el encuentro con el final de nuestros destinos. De igual forma mencionaba cómo las imágenes fotográficas dilataban ficticias ese encuentro, pugna entre imagen del pasado y el hecho mismo: la muerte es real pero quedan las imágenes.
La toma fotográfica nace de una realidad que el paso del tiempo habrá de convertir en ficción. La captura de la imagen, a partir de la obturación del mecanismo de disparo, perpetúa el instante tomado -un rostro, un paisaje- a la vez que niega todo cambio venidero, en virtud de convertir un instante del pasado en memoria imperecedera visualmente demostrable.
La toma de la imagen, apropiación hecha posible por efecto de la luz, memento que sobrevive y habrá de ser invocado en la copia, ha grabado la realidad del presente y habrá de permanecer tal como era cuando fue capturado. El tiempo se encargará de hacer ficticio todo aquello que alguna vez vimos desfilar ante la vista, por fuerza de cambios imposibles de negar.


















La foto de mi madre tomada un día lejano de 1953 existió y fue real: para muestra un botón. Pero ha terminado, en últimas, siendo absolutamente irreal porque no es demostrable salvo en la superficie del papel. De hecho, se ha transformado en ficción ya que la imagen ha sido suplantada por una narrativa de otro tiempo, algo que medio siglo de instantes han convertido en naturaleza muerta: un pedazo de literatura visual, un retazo de historia. Al mantener nuestra apariencia viva, del momento en que se opera el hecho fotográfico, esta representación permanece en la memoria como el hecho mismo y como tal será inmutable. No así nuestra apariencia que seguirá cambiando como el tiempo mismo.

















La fotografía del hombre joven apoyado sobre una bicicleta contra una pared de patio prefigura la repetición de su misma imagen treinta años después, anunciando su propia desaparición. Al observar las dos fotografías vemos dos hechos diversos tratando de parecerse a sí mismos. Observamos que el joven permanece en el pasado con su aire de suficiencia tan propio de la vitalidad de la juventud; mientras que el otro, que es el mismo, él mismo pero diferente, ha sufrido las múltiples mutaciones impuestas por la vida y los años. El uno es aún el otro, pero ahora son ambos diferentes en el pasado y el presente.

















La memoria fotográfica, aquella cámara ardiente, recinto donde yacen los negativos como cuerpos a la espera de una posible resurrección, regresa para mostrarnos un sujeto inexistente. Allí se nos ofrece a la vista dos hombres: uno joven y otro viejo que, a pesar de ser el mismo individuo ha terminado pareciéndose a la imagen actual y no a la memoria que existe en la copia del otro.
La mente habrá de convertir el recuerdo, como tantas otras cosas, en una mera redacción deformable por las falencias y dobleces de la memoria.
La fotografía prolonga pétrea e imperecedera la existencia de la imagen sobreviviente en la toma, al tiempo que las cronologías niegan enfáticamente los hechos en el plano de la realidad.
El concepto inicial, de la cámara como instrumento de muerte, merece examinarse por dos motivos principales.
Primero, porque en la captura de la imagen, supuesta copia fehaciente de aquello que vemos ocurrir, queda registrado un instante de nuestro paso por esta tierra. Segundo, porque la fotografía posee el don de contener en sí misma pasado y presente, meros atributos de la fragilidad de la vida: ¿qué puede ser más frágil que una caricia de luz impregnada en una membrana transparente?
De igual forma encarna la inevitabilidad de la muerte. El registro de la realidad se convierte en un sucedáneo de esa realidad a la vez que momifica, preserva y proyecta el hecho que hace posible el positivo, simple código de luces y sombras invertidas que duermen en el negativo hasta que el contacto con la luz le torne imagen positiva; ergo, real a la vista y a nuestro sentido de comprensión.
El acto de preservar una imagen se consolida en el momento de la captura de ésta, ya que la vida sigue su curso y lo que queda tras su paso es el recuerdo.
La cámara es la muerte y también su sarcófago; recámara convertida en cámara ardiente donde la memoria fotográfica será preservada a perpetuidad. Memoria que ha de ser reactivada, despertada, revelada, hecha hecho palpable al ojo, para así cumplir su tarea de fehaciente reflejo de algo que alguna vez existió: aquello que ahora sólo vive mientras lo observamos y al observarlo le restituimos vida después de la muerte.
Al asumir su función de copia extraída de un momento real, la fotografía ejerce una de las funciones para las que fue creada, como es la de instaurar códigos visuales de época o suplir información anecdótica durante el transcurso de la vida del fotógrafo o el fotografiado.
Aquellos que sobrepasamos la barrera de los cuarenta o cincuenta años hemos visto el paso del tiempo, hemos observado desde la barrera nuestros rostros y nuestras vidas representadas en cada retrato del pasado. Y el pasado no deja de asombrarnos.


Fotos: Laura Paull 1979 ; Sahara Borja 2009

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